Asegura la eficiencia de tu vivienda y colabora con el cuidado del planeta

He decidido certificar mi vivienda y aventurarme en el interesante mundo de la eficiencia energética. Cuando me hablaron de los certificados energéticos en Santiago, me intrigó la idea de conocer a fondo los consumos reales y descubrir cómo podría mejorar el rendimiento de cada rincón de mi casa. Ya no se trataba sólo de verificar si mis facturas de electricidad y calefacción eran más altas de lo habitual, sino también de entender por qué mi espacio consumía tanto y cómo podía reducir el gasto al mismo tiempo que cuidaba el medio ambiente. 

Tomé la iniciativa de contactar con profesionales que supieran analizar mis sistemas de ventilación, aislamiento y climatización. La primera sorpresa fue descubrir que existían distintos tipos de normas y directrices que evaluar, desde la calidad de los cerramientos hasta la eficiencia de los electrodomésticos. Nunca imaginé que la orientación de las ventanas o el grosor de las paredes pudiera tener tanta importancia. Al adentrarme en este proceso, comprendí que un simple cambio en el acristalamiento o en la forma de protegerme del frío puede suponer un ahorro notable y, de paso, disminuir la huella de carbono de mi hogar.

El trámite para obtener el certificado me pareció más transparente de lo esperado. El técnico visitó mi casa, preguntó por los sistemas de calefacción que utilizaba y examinó con detalle mis instalaciones. Analizó aspectos como la manera de almacenar el agua caliente y cómo se distribuía el calor en cada estancia. Mientras revisaba mis radiadores y revisaba las paredes con una cámara térmica, me di cuenta de las múltiples áreas de mejora que no había previsto. Un ático mal aislado, por ejemplo, puede dejar escapar calor en invierno y facilitar la entrada de altas temperaturas en verano, incrementando el uso de aparatos de climatización.

Después de la visita, me facilitaron una etiqueta con una letra que representaba la calificación de mi vivienda, algo similar a la clasificación de eficiencia que vemos en los electrodomésticos. Admito que sentí un pequeño sobresalto al descubrir que la nota no era tan buena como imaginaba, pero en lugar de frustrarme, lo tomé como un reto para emprender cambios. Reforzar el aislamiento de las ventanas, colocar un termostato programable y sellar las juntas en puertas y ventanas fueron medidas inmediatas que adopté. Con el paso del tiempo, ya noté las ventajas en mis facturas, y lo mejor es que también sentí un aumento de confort en mi día a día.

El proceso de certificación no se limita a la obtención de un papel que acredita la categoría energética de la vivienda. El verdadero valor, para mí, reside en la información concreta sobre qué cambios pueden generar mayor impacto y en la conciencia que adquiere uno sobre su propio consumo. Sabía que, si me quedaba con la calificación inicial sin hacer modificaciones, mi esfuerzo tendría poco sentido. Decidí dar un paso más y seguir las recomendaciones de los expertos, invirtiendo en tecnología más eficiente y revisando algunas áreas de mi hogar que reclamaban una reforma. 

Un ejemplo de ello fue el aislamiento de la fachada, que, aunque supuso un desembolso inicial algo elevado, me permitió dejar de depender tanto de la calefacción en invierno. Lo mismo sucedió con el empleo de bombillas LED en toda la casa, que, si bien no parece gran cosa, se convirtió en otra forma de reducir el consumo acumulado a lo largo del año. Incluso me animé a instalar paneles solares para el agua caliente sanitaria, aprovechando las horas de sol que se disfrutan, con lo que noté un alivio importante en la factura eléctrica.

Me gusta pensar que, con cada pequeña acción, aporto mi granito de arena a la conservación del entorno. De la misma manera que uno se preocupa de separar residuos o de usar el transporte público, tener una vivienda energéticamente eficiente contribuye a que las emisiones globales se mantengan a raya. A nivel individual, me he percatado de que el medio ambiente no es el único beneficiado: al reducir mis consumos, libero parte de mi presupuesto para otras cosas, como un viaje o una nueva afición. 

Descubrí que la mentalidad de eficiencia se extiende a todo lo que hago. Empecé a preocuparme por la calidad de los productos que compro, por si el frigorífico consume más de la cuenta o por si merece la pena instalar un termostato inteligente que regule la calefacción cuando no estoy en casa. Y, aunque nadie me obliga a llevarlo a cabo, el certificado energético me sirvió de referencia, marcando el camino para seguir mejorando en esta aventura. De esta forma, no solo consigo una vivienda más cómoda y económica, sino que me involucro en la responsabilidad colectiva de un desarrollo sostenible y respetuoso con el planeta que habitamos.