Mi verano al sur del sur: un idilio con la raia gallega

Este verano decidí que, en lugar de buscar destinos lejanos, iba a explorar un rincón de casa que a menudo damos por sentado. Puse el navegador rumbo a visitar sur de las Rías Baixas, a esa última frontera gallega donde el Miño se abraza con el Atlántico y Galicia empieza a hablar con acento portugués. Y qué acierto. Ha sido un reencuentro con la esencia más pura de nuestra tierra, un idilio con la costa entre Baiona, Oia y A Guarda.

Mi base de operaciones fue Baiona, y no pude elegir mejor. Despertar cada mañana y pasear por su casco histórico, con la imponente fortaleza de Monterreal vigilando la bahía, es un auténtico privilegio. Recorrer sus murallas al atardecer, con la réplica de la Pinta meciéndose en el puerto y las Cíes recortándose en el horizonte, es una de esas imágenes que se graban en la retina. Por supuesto, no faltaron las tardes de playa en Ladeira y los homenajes gastronómicos en sus tabernas, donde los pescados de la ría son los reyes indiscutibles.

Desde allí, la carretera PO-552 que serpentea pegada al mar es un espectáculo en sí misma. Mi siguiente parada fue el Monasterio de Oia, una joya cisterciense plantada literalmente sobre las rocas, desafiando el oleaje. Sentarse en el pequeño puerto a su lado y sentir la fuerza del océano rompiendo a escasos metros es una experiencia casi mística, un recordatorio de por qué esta es la Costa de los Naufragios.

El viaje culminó en A Guarda, la capital de la langosta. Subir al Monte Santa Trega es sencillamente obligatorio. Las vistas desde la cima son, sin exagerar, de las más espectaculares de toda Galicia. Por un lado, la inmensidad del Atlántico; por otro, la desembocadura del Miño creando una frontera natural y líquida con Portugal. Pasear entre los castros reconstruidos, imaginando la vida de sus antiguos pobladores con esa panorámica, te hace sentir muy pequeño. Para rematar el día, bajar a su colorido puerto marinero y degustar una caldeirada o, por supuesto, una langosta a la plancha, es el broche de oro.

Este viaje ha sido más que unas simples vacaciones. Ha sido una inmersión en un paisaje salvaje, en una gastronomía honesta y en la historia de un pueblo ligado al mar. Me voy con el sabor a salitre en la piel y la certeza de que, a veces, los mejores paraísos están a la vuelta de la esquina.